Me preocupa la gente
que dice que anda buscando el amor, como si el amor ya estuviera por
ahí listo y terminado. Como si existiera un amor enlatado, un producto
diseñado que eliges en algún escaparate. Se han creído el cuento del
amor prefabricado que nos venden en las películas de domingo en la noche
o que nos cantan en la radio. Uno no busca el amor, uno lo construye.
Es
curioso notar que la mayoría de las historias románticas omiten el
amor. Siempre cuentan la historia de cómo se conocen los amantes, de
cómo se atraen, de cómo se enamoran. Cuando por fin logran estar juntos
nos cortan la historia, y es justo en ese momento cuando apenas va a
comenzar el amor. Este se construye cada día, en cada minuto, con cada
gesto dulce, con cada problema compartido, con cada sueño construido.
Dicen que el amor todo lo vence y la gente está dispuesta a luchar
contra todo por el amor, pero normalmente olvidan cuál es el mayor
desafío de todos.
Nos venden el placebo de la pasión, de la seducción, de la aventura para
que nos conformemos con ello. El amor no se hace de grandes gestos
épicos, cualquier capricho es capaz de ellos, pero sólo el amor puede
construirse con la pequeña ternura cotidiana, con la amabilidad
incansable de cada día. Quiero regresar a esa palabra: amabilidad. Hemos
olvidado el verdadero significado de muchas palabras pero ellas siempre
regresan. Decimos que una persona es amable cuando su trato es dulce,
es cierto, pero hemos olvidado que amable significa precisamente “digno
de ser amado”. La amabilidad entonces es la construcción contante del
amor.
Me preocupa la gente que dice que anda buscando la felicidad. Como si la
felicidad ya estuviera por allí lista para ser bebida, como una poción
mágica que nos cambiará el alma. Como si la felicidad fuera algo
definitivo que aguarda al final de toda historia. Las historias que
triunfan son las que tienen final feliz, claro, en gran medida porque
alimentan nuestra esperanza y necesitamos esperanza para vivir; pero
también porque nos reconforta pensar que alcanzaremos esa felicidad
prefabricada como una meta, que tendremos nuestro “vivieron felices para
siempre” al final de tanto esfuerzo y podremos descansar. La felicidad,
como el amor, es una construcción cotidiana. Nadie vive feliz para
siempre, nadie que esté vivo puede hacerlo. Nos han vendido la nostalgia
del paraíso. La merecida retribución por nuestros esfuerzos, la receta
definitiva que nos cerrará los ojos ante el dolor de la vida
La vida no tiene sentido, o por lo menos no tiene “un sentido”. Por ello
nadie nos puede explicar nuestra vida. La vida no tiene sentido y por
ello podemos (y debemos) darle el sentido que queramos. Nadie puede
interpretar lo que vivimos, nadie pude decirnos quienes somos. Nadie
tiene las respuestas porque las respuestas no existen. Las respuestas no
se buscan, se construyen. Nadie sabe quién es (ni siquiera los que
dicen que saben quiénes son) porque no somos nada (o somos nada si
prefiere evitar la doble negación), no podemos descubrir qué somos
porque no somos algo ya hecho, sólo podemos construirnos. No nos define
un gesto único, un solo momento, cada instante que vivimos es un
ladrillo que vamos sumando a lo que hacemos de nosotros mismos.
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